Las mentiras no tienen otro objetivo que perjudicar nuestra concepción de la realidad. […] Si nos las creemos, nuestro intelecto está ocupado y gobernado por las ficciones, fantasías e ilusiones que el mentiroso ha urdido para nosotros. […] En consecuencia, una persona que cree una mentira está obligada por ella a vivir «en su propio mundo», un mundo en el que los demás no pueden entrar y en el que ni si quiera el mentiroso reside de verdad.